Todo comienza en Roma. Calles centenarias, cenas con velas en Trastevere, una moneda al vuelo en la Fontana di Trevi. Es el punto de partida perfecto para comenzar a mirar el mundo de a dos.
Florencia llega como un manifiesto al arte. En cada esquina hay un detalle que detiene la marcha: la silueta de la cúpula de Brunelleschi al caer la tarde, la serenidad del David en la Galería de la Accademia, los reflejos dorados del Ponte Vecchio. Pero el viaje se vuelve íntimo cuando se escapan juntos a la campiña toscana. En Chianti, las colinas son de postal, los pueblos de piedra parecen detenidos en el tiempo y la variedad del vino puede descubrirse con calma. Un almuerzo entre viñedos, con productos de la tierra y vino local para el recuerdo.
Cada tramo en tren es también una pausa para mirar por la ventana y dejarse emocionar por la belleza cotidiana del paisaje italiano.
Y al final, Venecia. La ciudad suspendida sobre el agua regala un cierre perfecto: navegar en góndola al atardecer, caminar por plazas silenciosas, descubrir pequeñas tascas en un tour de bacari y cicchetti que resume lo mejor de la cocina veneciana. Entre sus puentes y sus canales, la experiencia se vuelve pura emoción compartida. No es solo un viaje: es una forma de celebrar lo que se construye en pareja.
Hay experiencias que no se planean, pero se quedan para siempre. Son esos instantes que despiertan algo profundo: una vista que corta el aliento, un silencio que abraza, una sensación que solo ocurre cuando el viaje toca el alma. Aquí, cada lugar tiene su forma única de enamorarte.
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